Pasión por la radio

Desde el prehistórico antecedente de 1967 (mi primer programa propio), cuando salía de la adolescencia, casi nunca dejé de hacer radio. Columnas, entrevistas, editoriales, audio puro, momentos rescatados y preservados de lo que es, para mí al menos, el más íntimo, confiable y directo de los medios de comunicación, el que involucra a los seres humanos ante un micrófono.
Viernes 26 de septiembre de 2014Pasión por la Radio

El rojo es verde

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Buenos Aires, 26 de septiembre de 2014 - Quienes tiene una cierta idea de quién les está hablando, no me van a permitir mentir, más allá de que yo no quiero y suelo no hacerlo, excepto en casos muy excepcionales y de características netamente individuales. No al aire, no ante un micrófono, no en una columna de diario. En infinidad de ocasiones, y sin embargo pareciera no ser suficiente, he reiterado a través de mis editoriales que no hay temas pequeños y temas grandes, que la conducta de los pueblos, la actitud de las sociedades, el perfil de lo que somos como hombres y mujeres en la vida, no requiere de traducciones excesivamente intelectualizadas.

No desnuda el modo de ser de un pueblo el partido político al que votan o la persona a la que eligen presidente de la Nación. Esos son derechos individuales en una democracia que estamos tratando de ejercer hace poco más de tres décadas. Pero si tuviéramos que preguntarnos cómo se mide la temperatura de una vida en sociedad –y esta es mi letanía ante los colegas jóvenes– corresponde mirar con los ojos abiertos, utilizar los oídos y hasta incluso la sensorialidad más elemental. Hay que mirar, escuchar, paladear y oler para saber qué pasa en una sociedad.

El episodio con el que abrí el programa este viernes 26 de septiembre, a propósito de lo que  pasó ayer, jueves 25, en una zona céntrica de Buenos Aires, la estratégica esquina de avenida Callao en el cruce con avenida Córdoba, es mucho más que un percance individual, que en el caso mío afortunadamente no tuvo consecuencias negativa, más allá del fastidio y del ofuscamiento que producen este tipo de situaciones. Por el contrario, es una foto que desnuda mejor que varios tratados o colecciones de artículos, cómo funcionamos como sociedad que se pretende organizada, cómo ha desaparecido de una manera que hasta hoy nos cuesta admitir, la noción de transgresión e ilegalidad, cómo hemos naturalizado e incorporado a nuestro torrente sanguíneo esta pretensión que se conjuga con el saludo cotidiano de los argentinos. ¿O ustedes no han descubierto que los argentinos desde hace algunos años en su abrumadora mayoría han elegido, como señal de saludo, el “hola, ¿todo bien?”.

Me he cansado de decir que nunca a una vida le va “todo” bien. No a la mía, al menos. Hay veces que me va más bien que otras. Pero “todo” bien no es posible. Sin embargo, los argentinos se saludan diciendo “¿todo bien?”. ¿Saben por qué? Porque hemos terminado admitiendo que es posible que esté todo bien, que cruzar el semáforo cuando está en rojo es exactamente lo mismo que cruzarlo cuando está en verde, que interrumpir la circulación en una calzada es exactamente lo mismo que asegurar la libre circulación de los ciudadanos, tal como supuestamente garantiza nuestra Constitución.

El episodio de este jueves 25 de septiembre en Callao y Córdoba pone en evidencia nuestra incompetencia como sociedad organizada. Porque si, eventualmente, las pretendidas fuerzas de seguridad tuvieran que alterar el recorrido de la circulación a las 10 de la mañana de un día hábil, al hacerlo deberían –elementalmente– organizar un rápido operativo de prevención y desvío del tránsito para no producir la debacle. He reconocido al comienzo de este programa que el concepto de “club de los malos” tiene registro de propiedad intelectual y es una idea de Alejandro Borensztein. Simplemente quiero repetirlo, junto con mi cariño y admiración por él, porque uno llega finalmente a la convicción de que gente perversa organiza calamidades deliberadamente, sin al menos, preocuparse por las consecuencias. De lo contrario, esto que a muchos les seguirá pareciendo una tontería irrelevante, pero para otros representa pérdida de tiempo, fastidio, enojo, abandono de compromisos, en una palabra, una verdadera ensalada de complicaciones que se agregan a lo que, ya de por sí, es una vida neurótica y en muchos casos psicótica en esta gran ciudad, no parece ser tenido en cuenta.

Por eso, sigo sosteniendo que el periodismo falta a su misión esencial cuando, en lugar de detenerse en estas pequeñas calamidades que tachonan el escenario de la Argentina cotidiana, prefieren seguir instalados en grandes discusiones aparentemente importantes e intelectualmente prestigiosas, pero muy distanciadas de lo que es la experiencia habitual de cada día de atravesar la ciudad y encarar la atención en servicios públicos. Es, en consecuencia, una gravísima e imperdonable falta de las autoridades que esto siga sucediendo impunemente en la Argentina.

Hace ya casi doce años –una larga década– se nos impuso como una verdad revelada esta idea de que la necesidad social de manifestarse estaba siempre por encima y más allá de otros derechos y otras garantías. Quienes postularan que ese tipo de manifestación fuera acotada, encuadrada, limitada, pautada o ponderada, estábamos literalmente convocando a una supuesta “criminalización de la protesta”. Por eso, la omisión del accionar de las fuerzas federales en la Capital Federal no es un episodio baladí, producto de un olvido; no se trata de mera incompetencia profesional, como quienes sugiere que no les han enseñado a desviar el tránsito y solo sirven para usar sus armas de fuego.

Puede que haya un poco de esto. Pero, esencialmente, esta omisión de orden responde a un plan, ese plan fantaseado como el “Club de los Malos”. La idea es provocar tal grado de desesperación, encierro y angustia vial, que todo termine estallando, solo porque políticamente la ciudad de Buenos Aires no es manejada por la escudería oficial instalada en la Casa de Gobierno, en Plaza de Mayo, hace ya casi doce años. Pero tampoco hay excusas para las fuerzas metropolitanas, donde hay una gravísima falencia, una imperdonable omisión. Hubiera querido decir que finalmente, tras siete años y medio en el poder, el actual Gobierno de la Ciudad ya dispone de una fuerza policial de tránsito que, precisamente en ocasiones como esta, debería accionar de hecho, por puro protocolo, para que la gente se desespere menos y la vida no sea tan gravosa, para que no nos envolvamos en esa nube neurótica en que vivimos los porteños. Pero eso no ha sucedido.

Si el “Club de los Malos” atiende en Balcarce 24, cruzando la plaza, por alguna razón, estos mismos problemas no se verifican o no se han podido resolver. Un argentino muy importante dijo, como corolario de su gobierno: “no supimos, no pudimos o tal vez no quisimos”. Bueno, ese tiempo ha pasado: hoy la Argentina podría, debería y querría organizar una vida civilizada, en donde el derecho a manifestarse de los ciudadanos estuviera contextualizado en el contexto de las normas.

Sin embargo, la Argentina sigue viviendo de acuerdo con la famosa norma que se ha hecho realidad: el semáforo en rojo no es una prohibición, sino apenas una sugerencia. Todo intento de asegurar la ley y el orden es automáticamente etiquetado como llamamiento a la represión incivilizada y a la anulación de la protesta y el reclamo social.

Por eso, pasa lo que pasó este 25 de septiembre, y, mucho más grave, el periodismo grande ni siquiera se da por enterado, con lo cual, tenemos la tormenta perfecta: la gente sufre en silencio, la vida se complica, la impunidad aumenta, y ni siquiera podemos verlo en pantalla o leerlo en los diarios.

 

© Pepe Eliaschev

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