Pasión por la radio

Desde el prehistórico antecedente de 1967 (mi primer programa propio), cuando salía de la adolescencia, casi nunca dejé de hacer radio. Columnas, entrevistas, editoriales, audio puro, momentos rescatados y preservados de lo que es, para mí al menos, el más íntimo, confiable y directo de los medios de comunicación, el que involucra a los seres humanos ante un micrófono.
Viernes 5 de septiembre de 2014Pasión por la Radio

La inmadurez nacional

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Buenos Aires, 5 de septiembre de 2014 - La muerte de Gustavo Cerati, que hacía varios años permanecía en coma profundo, ha suscitado una fortísima emoción en millares de seres humanos que lo admiraban, seguían y querían. Este es un dato irrebatible que corresponde colocar en el punto de partida de esta reflexión. Consecuentemente, al tratarse de la pérdida de una personalidad popular y querida, esa conmoción también tuvo repercusiones institucionales. Un decreto del Poder Ejecutivo Nacional decretó duelo nacional por tres días por la muerte de Cerati. Este es el punto de partida, la emoción popular y la respuesta del Gobierno. En varios medios de comunicación se mencionó y ventiló la temática de los duelos nacionales, cuándo corresponde y cuándo no corresponde. ¿En homenaje a quiénes se pone la bandera a media asta y por la muerte de quiénes se decreta asueto nacional? Esta vez el duelo, obviamente, no significó asueto, pero la especulación era natural y previsible. ¿Por qué para ciertos ídolos populares hay tres días de duelo, y por qué para otros hay dos? ¿Cuál fue la conducta del Gobierno en casos anteriores? ¿Cuánto correspondió a Sandro, cuánto a Spinetta, cuánto a la Negra Sosa?

Es un debate absolutamente justificado. Evidentemente, en materia de duelos nacionales, la Argentina procede –como en la mayor parte de los casos- de manera errática. El actual gobierno, y sobre todo su Presidente, manejan este tipo de decisiones de modo casuístico; en cada caso proceden ejerciendo la voluntad de alguien que gobierna de manera monárquica.

Es que lo mismo ha pasado con los feriados nacionales. Cuando se haga el recorrido histórico de estos once años –que serán doce- de kirchnerismo, podremos verificar (cosa que ya mismo puede asegurarse) que nunca hubo tantos feriados nacionales en la Argentina como los hay ahora. Los feriados se han ido incorporando en algunos casos con la aprobación de un Congreso que siempre dice que sí, mientras haya mayoría oficial, y en otros casos sencillamente por decreto. Los duelos y los feriados forman parte de una serie de atribuciones casi imperiales de las que hoy se dota el Poder Ejecutivo Nacional. Estas atribuciones revelan o exhiben, al menos a mi modo de ver, una enorme discrecionalidad. Asuntos que en países mejor organizados y mucho más rígidos en cuanto a las normas requieren de un tratamiento institucional, en la Argentina son tratados con la pura subjetividad presidencial. Así como, por ejemplo, esta semana la Presidente comunicó públicamente que era una fanática de la red Netflix y que estaba en desacuerdo con la imposición de tributos fiscales a esa empresa, del mismo modo se manejan el resto de las cosas. Hay quienes hablan, con intención mordaz y sarcástica, de un Poder Ejecutivo Nacional que no logra trascender el ámbito de una discusión de peluquería, pero si yo dijera eso se me acusaría –quizás legítimamente– de machista, y esa no es mi intención.

Lo que sí es evidente es que en la Argentina de hoy, 2014, la actitud ante normas, obligaciones, derechos y garantías, revela un carácter poderosamente arbitrario. Son criterios ad hoc, para utilizar la famosa construcción latina. Esto es así no solo en el caso de una Presidente que dice “para este muerto son tres días de duelo, para este otro muerto son dos días”. Esto es así también en otros ámbitos del Gobierno. Hace ya varios meses –y en las últimas semanas ha vuelto a intensificarse– que hay, por lo menos, dos funcionarios del Poder Ejecutivo Nacional, que se manejan de una manera tal que es prácticamente imposible discernir en sus conductas la diferencia entre política de Estado y proselitismo de carácter personal.

Florencio Randazzo, por ejemplo, ha logrado construirse una imagen de gestión y ejecutividad. Esto lo ha hecho con los documentos de identidad y con los trenes. Pero es muy evidente y ostensible que todo lo que ha hecho Randazzo desde el Ministerio del Interior y Transporte ha estado al servicio –aunque él pueda vivir negándolo- de sus ambiciones políticas, que tampoco ha ocultado. ¿En qué momento es ministro de un gobierno y cuándo comienza a ser el factótum de sus propias ambiciones políticas? Más allá de lo que uno pueda pensar sobre los ferrocarriles y sobre la rapidez que hoy día permite la tecnología con los documentos personales, es muy evidente que en la actividad y en la praxis de Randazzo hay una cuota enorme de personalismo.

¿Y qué decir de Sergio Berni, que ni siquiera es ministro? En una situación típica del kirchnerismo en la que a la ministra de Seguridad no la conocen ni siquiera en su familia, según tengo entendido, pero el que es secretario de Seguridad Interior, tiene una multipresencia, que, en todo caso, revela muy poca seriedad profesional, porque él ha logrado construir una imagen que, aparentemente, tiene buena medición de audiencia, del mismo modo como cuando Miguel Angel Granados fue designado por Daniel Scioli ministro de seguridad, se hablaba de un “sheriff del Gran Buenos Aires”, que aparentemente terminó siendo otra cosa. Pero en el caso de Berni, a bordo de los helicópteros o encabezando procedimientos de las fuerzas de seguridad, resulta muy difícil discriminar hasta dónde hay política de Estado y cuándo hay promoción personal. Por eso, más allá de sus negativas, el debate sobre las aspiraciones electorales de Berni sigue abierto.

Todo esto va más allá del gobierno. Estoy hablando de una pasión argentina por la anomia. Esta imprevisibilidad, en rigor de verdad, es previa y supera con creces los estrechos márgenes del oficialismo. Es la manera que la Argentina adopta para manejarse en sociedad, opinando, y sobre todo procediendo en cada caso individual, siempre improvisando y como si fuera la primera vez. Se observa esto en la propia ciudad de Buenos Aires, en donde, por ejemplo, todos los años sabemos que hay poda del arbolado, y todos los años vemos como las cuadrillas de podadores cierran manzanas y calles sin advertirles por lo menos 100 metros antes a transeúntes, automovilistas y colectiveros en donde están cerrando el tránsito. Es una manera de gobernar anómicamente. Como si, de algún modo, dentro del propio Gobierno de la Ciudad, los responsables de la poda del arbolado actuaran al margen de todo criterio de previsibilidad. En este caso, “previsibilidad” sería avisar: “Está cortado, esto se puede complicar, vaya por otro lado”. Pero proceder así es aparentemente una cultura que en la Argentina no tiene mayor predicamento.

¿Qué decir del mobiliario urbano, permanentemente vandalizado por los propios políticos que quiere llegar a gobernar la Ciudad de Buenos Aires? El caso de esta semana es realmente desconcertante: un señor muy poco conocido, llamado Sergio Abrevaya, se lanza como candidato a Jefe de Gobierno. ¿Y qué hace? Tapa la cartelería pública municipal con propaganda ilegal, con su propia foto, una manera de decir que cuando él llegue, si es que algún día llegara, a ese cargo de cargo, nada le van a importar las normas vigentes.

También hay que hablar de las obras privadas que se extienden desde las construcciones propiamente dichas hasta la calle, y suponen la usurpación de carriles del transporte. Hay una, a mi juicio, emblemática, en la esquina de Scalabrini Ortiz y avenida Santa Fe, donde se levantó una torre y que permanentemente tiene ocupados dos carriles. Es una obra privada, pero el Gobierno de la Ciudad sencillamente lo tolera.

Son fotos pequeñas y grandes que hablan de un eterno enamoramiento con la improvisación en las normas o, directamente, con el incumplimiento de ellas. Y este es un asunto en donde no corresponde practicar ninguna oposición ni ningún oficialismo, corresponde decir que trasciende de lejos a los gobiernos vigentes. Es una manera que tiene la Argentina de permanecer siendo adolescente toda su vida, un país emocionalmente poco preparado para admitir el rigor y sobre todo la soberanía del gobierno de la ley.

© Pepe Eliaschev

 

 

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