Pasión por la radio
Una sociedad resignada
Buenos Aires, 12 de septiembre de 2014 - Si en algún espacio de nuestra vida como sociedad las palabras han quedado dramáticamente lejanas de los hechos, es en el capítulo de la educación. Con la educación sucede algo es llamativamente evidente. Se trata de uno de esos espacios del debate cultural de nuestra sociedad en el cual, aparentemente, no hay discrepancias. No existe formación política, líder relativamente reconocido o escuela de pensamiento que se manifieste en contra de la excelencia educativa. Nadie se animaría a decir que no cree en el esfuerzo individual y le parece negativo premiar el sacrificio y la abnegación de quienes procuran mejorar. Nadie lo dice. Sería imposible que fuese aceptado por la sociedad, y, sin embargo, como derivación de la profunda y pestilente de la hipocresía argentina, lo que no se dice es lo que termina sucediendo.
A lo largo de los años, desde ámbitos gubernamentales, como de dirigencias sindicales del gremio docente, se vino afirmando la supremacía y la opción por los 180 días de clases impartidas por año. No llegamos ni lejanamente a esos 180 días, que se ha convertido en una típica propuesta destinada a no prosperar. Queda dicha, planteada, formulada, pero no se corresponde con la realidad. No es el único capítulo en el que la temática educacional nos reserva una cuota verdaderamente terrible de cinismo. Las paritarias docentes, por ejemplo, que son de hecho provinciales, se dice que son nacionales. En consecuencia, tenemos un Ministerio de Educación a escala nacional que no participa de lo que es una negociación, en definitiva, distrital.
También se ha prometido, hasta el hartazgo, la obligatoriedad del ciclo secundario. Esta obligatoriedad no deja de ser una expresión retórica. Este 12 de septiembre, al explayarse sobre la calamidad educacional argentina, a la que se le viene a agregar este disparatado de que no hay que encarnizarse con los alumnos y no hay que aplazarlos, el ex ministro de Educación de la ciudad de Buenos Aires, Mariano Narodowski, actualmente es profesor de la Universidad Di Tella, habla de un “desprecio por la exigencia”. Es una frase realmente feliz. Pero no solamente feliz; sino dramáticamente verdadera. Ese “desprecio por la exigencia” es una de las derivaciones del arrasador cambio cultural que ha llevado a la Argentina, en muchos sentidos, a un estadio de decadencia: decadencia de valores, demandas, pruritos. Lo cierto es que ha estallado, como dice Narodowski, la banalidad. Una variopinta colección de opinadores defendió el espacio mediático del gobierno, sosteniendo, como los propios dirigentes sindicales, a quienes aparentemente no les importa mucho este claro apoyo al descenso de los niveles de exigencia, que esa exigencia, el “condenar a una pobre criatura” al aplazo o a perder el año, no era una manera adecuada de fomentar, estimular, proteger, preservar y promover la educación.
En este punto, me parece oportuno subrayar que ese cambio cultural que se advierte en el resto de la sociedad argentina, ese progresivo reemplazo del trabajo por los planes sociales, esa progresiva desaparición de la idea de que corresponde exigir, y que una sociedad no está equilibrada si junto a las garantías y los derechos no se aplica igualmente la demanda de deberes y las obligaciones, ha terminado implantando algo que verifica todos los días en la vida cotidiana. Por la misma razón por la cual el semáforo en rojo ha dejado de ser un indicador taxativo de qué es lo que no se puede, para convertirse en apenas una sugerencia, también esto está sucediendo con la educación.
Cuesta comprender el razonamiento de estos dirigentes políticos, hacia donde apunta esta escuela ideológica que patrocina la idea de que la exigencia, y correspondientemente la asignación de responsabilidades cuando un educando fracasa, es una manera de excluir a las víctimas de la injusticia del modelo. Sobre todo, once años después de que este gobierno haya comenzado. Esto revela un fracaso estrepitoso en la temática educacional. Pero más allá de eso, me interesa subrayar, en esta oportunidad, no tanto el contexto político, puntual, específico de la gestión de Cristina Kirchner, sino lo que sucede con la sociedad entera. Porque uno quiere creer – yo, al menos, quiero creer – que en otra sociedad relativamente comparable con la argentina, el patrocinio público del descenso de la exigencia en la educación generaría un escándalo y, seguramente, un paso atrás de las autoridades.
En la Argentina, las cosas han sido todavía peor. Junto con la confesión del Gobierno que comienza a sostener que exigirles mucho a los alumnos es una manera de excluirlos, ha aparecido la dirigencia sindical de la provincia de Buenos Aires, muchos de cuyos principales líderes sostienen que efectivamente no se educa a un niño aplazándolo. En una palabra, como dice Narodowski, “el estallido de la banalidad”. Mucho más grave: no es solo el estallido de la banalidad: es el estallido de la irrelevancia, e la renuncia a una progresión cualitativa de nuestro desempeño como sociedad.
Si una sociedad renuncia deliberada, explícita y conscientemente a los desafíos del siglo XXI, que nos hablan de rigor, esfuerzo y mejoría cualitativa, se está condenando a sí misma al fracaso o a lo que es lo mismo, la eterna repetición de sus tradicionales errores como sociedad organizada.
© Pepe Eliaschev
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