Pasión por la radio
Veinte enormes años
Buenos Aires, 22 de agosto de 2014 - La cronología histórica dice que un día como hoy hace veinte años se firmó la nueva Constitución Nacional, que pasaría a ser parte del acervo político e institucional argentino. Esa Constitución de 1994, producto de una evolución que nuestro país hizo, desde su primera Carta Magna considerada como tal –aunque incluyendo muchos pactos previos que fueron respetados- la de 1853, es un hecho que excede largamente el procedimiento de las efemérides, que he impugnado en más de una oportunidad, considerando que no necesariamente los aniversarios revelan algo trascendente. Este caso sí lo es: hoy se cumplen dos décadas desde el 22 de agosto de 1994, cuando se firmó el nuevo texto constitucional, una evolución positiva, sin dudas, irrebatible e innegable para la atormentada historia política de los argentinos.
Se había llegado a esa nueva Constitución mediante el democrático expediente de convocar a una a una reforma mediante la elección de una Convención Reformadora. La idea de reformar la Constitución mediante una convención surgida de elecciones libres permitió que se votara el 10 de abril de 1994. Déjenme recordar dos o tres datos electorales que, me parece, hacen mucho a esa historia.
En esas elecciones del 10 de abril de 1994 (presidencia de Carlos Saúl Menem), el Partido Justicialista obtuvo casi seis millones de votos, prácticamente el 38% del total de los votos. Esto implicaba, sobre 305 convencionales, que 134 fuesen peronistas. La Unión Cívica Radical era, largamente, el segundo partido nacional, con más de 3.100.000 votos (prácticamente el 20 % de los votos), con una bancada de convencionales de 74 legisladores. Luego venían los partidos distritales, que, contabilizados como un espacio nacional, sumaron el 13.43 %, y el en aquel momento naciente Frente Grande, conducido por Carlos Chacho Álvarez y Fernando Pino Solanas, con dos millones de votos, excelente debut electoral, con más del 13% de los votos y 31 convencionales. También figuraban otros partidos de extrema derecha, como el Modin de Aldo Rico, Fuerza Republicana, e incluso la UCEDE que todavía sobrevivía, con 237.000 votos.
Esos convencionales firman el nuevo texto constitucional el 22 de agosto de ese mismo año, tras las deliberaciones en la ciudad de Santa Fe, una nueva carta magna que recogía lo mejor de las anteriores, pero con un dato central que este viernes recuerda con mucha justicia Jesús Rodríguez, en un reportaje de La Nación: “esta fue una constitución surgida de un consenso nacional”, mientras que la de 1949 fue una constitución peronista a expensas de la mitad del país, y la de 1957 una constitución promulgada con la proscripción del peronismo. La de 1994, con todas sus fallas, deficiencias, y lo que se le podría atribuir negativamente (que, en verdad, a mi modo de ver es muy poco), fue una constitución que surgió de un núcleo de coincidencias básicas entre los partidos principales, algo infrecuente o casi inexistente en la Argentina.
Entre algunos notables y notorios constituyentes ya muertos, cabe recordar, a Raúl Alfonsín, Carlos Auyero, Guillermo Estévez Boero, Alfredo Bravo, César Jaroslavsky, Norberto Laporta, Néstor Kirchner, así como también Leopoldo Bravo, Oraldo Britos, Enrique de Vedia, y Alberto Natale, el último gran dirigente nacional que tuvo el hoy desaparecido Partido Demócrata Progresista, así como el notable escritor jujeño Héctor Tizón.
¿Qué cabe rescatar y qué es lo que todavía no se consiguió en materia de reforma constitucional? Lo primero la idea de que fue una reforma consensuada, en la que lo posible superó a lo real, algo que nunca se consigue en la política. Es cierto: hay institutos de la convención de 1994 que nunca terminaron de cuajar. Ni con Menem, ni con Fernando de la Rúa, ni con Eduardo Duhalde, ni, desde luego, con Cristina Fernández de Kirchner. Un ejemplo es el puesto de Jefe de Gabinete de Ministros, que nunca llegó a tener la entidad y el peso específico que pretendía la reforma de 1994.
Pero se recortó el mandato presidencial de seis a cuatro años, y un avance muy democrático: se eliminó la exigencia de que el presidente de la Nación fuese católico apostólico romano, un requisito confesional, como dice con precisión el ex senador Eduardo Menem, “inadmisible a esta altura de los tiempos”.
Entre los muchos aspectos positivos de esta reforma constitucional de la que se celebran ahora veinte años, fue la creación de la Auditoría General de la Nación, conducida por un representante de la primera minoría política (hoy la Auditoría es presidida por un hombre de la Unión Cívica Radical) pero con presencia del oficialismo; la creación del Consejo de la Magistratura, al que tanta guerra el kirchnerismo, pero que sigue siendo una entidad importantísima para la selección de jueces.
En resumidas cuentas: elección directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, un distrito que, sin embargo, sigue careciendo de la plenitud de la soberanía institucional que debería tener, porque siguió siempre muy retaceada por el peronismo. Esa Constitución fue un pacto democrático, incluyó la adhesión de la Argentina pactos internacionales, que hacen que los derechos humanos sean hoy, en la Argentina, una garantía irreversible y que, consecuentemente, los crímenes de lesa humanidad sean imprescriptibles.
Sí, falta mucho. Pero las constituciones no hacen la felicidad de los países. La felicidad de los países, la plenitud de sus instituciones, surge del gobierno de la ley. En tanto y en cuanto la Argentina siga siendo, como decía el Dr. Carlos Santiago Nino, “un país al margen de la ley”, no habrá constitución ideal que la pueda contener. La de 1994 fue, y lo dije en aquel momento, pese al Pacto de Olivos tan mentado –que terminó siendo una anécdota irrelevante – un gran paso adelante para el país.
Se trata de perfeccionarlo, no caer en nuevas aventuras, demostrar nuestro apego y fidelidad a la ley en la vida cotidiana como sociedad y no solo en el texto formal de las constituciones, más allá de cuán importantes sean, como lo fue, sin duda, ésta que hoy cumple veinte años.
© Pepe Eliaschev
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